Padres e hijos
De 1862 a 2005 va un trecho extenso de tiempo, el suficiente para que la memoria lo recorra con cuidado. De la Rusia de Alejandro II a la Colombia de los presidentes López Michelsen, Turbay Ayala, Betancur y Barco también media distancia, desde luego ideológica y por supuesto el régimen político. Entre Iván Turgénev y Héctor Abad Faciolince, sin embargo, hay puentes que permiten transitar caprichosamente entre uno y otro escritor. Encuentro que la vocación de ambos por la narración escrita y su capacidad para socavar la emoción de sus lectores dibuja una línea sinuosa entre ellos. Sus prosas son descriptivas, locuaces y verídicas. Turgénev y Abad son autores de su tiempo pero sus obras quedan para la biblioteca de la humanidad. Hallo además que coinciden en algo más: los 143 años que separan la publicación de Padres e hijos (obra del ruso) y El olvido que seremos (obra del colombiano) nos asoman al espacio de las relaciones paterno filiales con una intensidad tan íntima que los lectores nos convertimos en parte de la familia. De ahí que se nos encharquen los ojos, suspiremos de párrafo en párrafo y sintamos desgarros.
Arkadi, hijo de Nikolái Kirsánov regresa al hogar acompañado de su amigo Bazárov. Son jóvenes y el diálogo con los mayores va dejando en evidencia sus distancias personales y las de la Rusia prerevolucionaria. En la hacienda Máryino los siervos acaban de ser emancipados y Turgénev, autor militante de su realidad, es capaz de abordar este tema social con conocimiento y sin romanticismo. Ya lo había hecho en una obra anterior, Memorias de un cazador.
Héctor hijo -el escritor- hace también una suerte de retorno a la casa de los Abad Faciolince en El olvido que seremos. Desde ahí emerge Héctor el padre, el médico, el defensor de derechos humanos, el especialista en salud pública, el hombre al servicio de “las causas de los otros” (como rescata luminosamente el guionista David Trueba en la película realizada a partir de este libro y dirigida por su hermano Fernando). Entre Héctor y Héctor median las conversaciones, ciertas escenas cinematográficas, incontables horas pasadas en una comunión propia de la fe que se profesan ambos e innumerables abrazos. Sus besos sellan la mutua complicidad.
Los Kirsánov y los Abad puede que no sean ricos pero sí “acomodados” -como recuerda Cecilia Faciolince, madre de Héctor hijo-. Ambas familias estremecidas por el contexto socio político de su época respectiva. Nikolái no es Héctor Abad. Nikolái mantiene el statu quo y reflexiona con su hijo Arkadi mientras caminan juntos por el bosque. Héctor hijo, en cambio, presencia la inmersión y el compromiso profundo del padre con la gente vulnerada de su tiempo siempre como médico, nunca como político. Arkadi guarda similitudes con Héctor hijo cuando confrontan a sus mayores. El primero a través de la figura de su amigo, el nihilista Bazárov. El segundo lo hace directamente pues teme que los pronunciamientos de su padre Héctor Abad desde las columnas en el periódico El Colombiano, las aulas de la Facultad de Medicina y su presencia en las calles puedan ponerle en peligro.
La edición que unas arriesgadas catalanas hicieran de Padres e hijos me fue regalada por ellas mismas en una Feria del Libro de Guadalajara, un noviembre de 2006 en México. La foto que eligieron de portada se convirtió en una saeta ensartada en mi corazón. La cuidadosa traducción volvió esas páginas una lectura nocturna ritualizada. A tal punto que las dos veces que he dado a luz, ese ejemplar ha estado conmigo en la camilla donde me hicieron las cesáreas (para intriga y cierta resistencia por parte de mis ginecólogos de cabecera). Y nuestros hijos (que comparto con mi pareja, Andrés) tienen nombres rusos: Iván y Nicolás.
He regalado un puñado de veces El olvido que seremos porque no deja de parecerme la mejor manifestación de cariño que se pueda tener con alguien cercano. Un libro preciosamente tejido. Pero también he debido comprarme uno más para mí. El primero tiene las páginas surcadas, crujientes después de haberse mojado con esos arroyos de lágrimas que dejé sobre ellas. No puedo leerlo sin llorar. No es por desconsuelo y sí. No es por sentimentalismo pero también. Ni siquiera es por ser mamá y entender esa otra belleza que existe en el amor de un padre por su hijo. Pero sí. Sí es por eso. Y también porque el papelito que encuentra Héctor hijo en el bolsillo del padre asesinado cuando acaricia las ropas de Héctor Abad en la morgue contiene un soneto y una frase. Cuatro palabras que describen nuestra humanidad. La que da vida, la que a veces se ocupa en matar. La que entierra sus memorias pero también la que logra honrarlas soplando esas cuatro velas: El-olvido-que-seremos.
Y la película, bajo la batuta “zubin mehtatiana” del cineasta español Fernando Trueba, desdobla el libro. Al convertirlo en imágenes y diálogos vivos nos devuelve con tanta precisión como condolida aspereza a esa década de los 80 -herida abierta- que segó la vida de tantos hombres valientes como Héctor Abad en Colombia. Nos ayuda a deshacer el camino de crecer junto a nuestros hijos. Nos “contempla” en el más puro sentido antioqueño. Es decir, la película -como el libro- es un atado de consentimientos que arrullan y nos mandan a decir que ojalá se quieran mucho, apretaditos, los padres con sus hijos.