La pared de sombreros

El periodista GAY TALESE tiene sus incontables sombreros colgados sobre una pared en su casa newyorkina. Resulta inquietante verlos. No se trata de una exhibición, claro está. Un sombrero ha de tratarse con sumo cuidado para no hacer mella en la copa y no perjudicar el ala. Colgarlos de un gancho o situarlos boca arriba garantiza su apostura. Talese es tan metódico como exhaustivo. Lo prueban cada uno de sus libros que se revelan provistos de una maquinaria compleja y formidablemente engrasada. Esa misma obstinación que emplea en su oficio emerge ante el muro de sus sombreros. Todos son del tipo fedora, conocido también por su nombre comercial “Borsalino”, una horma italiana cuya ala corta enmarca perfectamente la cara delgada, los gestos afilados del escritor. Varían algunos fieltros. Los hay de conejo, de lana y también de pelo de castor, los más finos. Lucen impolutos, apenas estrenados. Y, sin embargo, acumulan millas sobre la cabeza astuta del investigador. Aquí y allá un detalle adicional a la cinta que hace contorno en la base. El elemento que le da “cintura” al sombrero. Que busca, como los diseños de Dior, ajustar la figura. 


El autor de “Honrarás a tu padre” estrenó su primer sombrero antes de cumplir los dieciocho. Me lo contó un día en su estudio. Su biografía tiene que ver con hilos y agujas. “Soy de ascendencia italiana. Soy hijo de un sastre severo pero caballeroso de Calabria y de una madre italoestadounidense amable y emprendedora que dirigía con éxito el negocio familiar de prendas de vestir. Fui educado por monjas y sacerdotes católicos irlandeses en una pobre escuela parroquial de la isla de mayorías protestantes de Ocean City, frentes a las costas del sur de Nueva Jersey, donde nací en 1932” (En “Retratos y encuentros, orígenes de un escritor de no ficción”, 1996). 


Con Gay Talese hemos intercambiado nuestros sombreros, en broma, también con cierto protocolo. Vestir la prenda de otro no es cualquier cosa. Se produce una transferencia momentánea de preferencias y memorias. Un fedora del escritor significa entrar en la guarida secreta de quien escribe como si le fuera la vida en cada coma. Un lugar para temerarios y avezados. 


Por una mezcla de azar e intuición un buen día le pedí a Talese que me enviara la etiqueta de sus sombreros. Para calmar una pregunta elemental: ¿dónde los manda hacer, a quién? “Los compro al mismo señor, un intermediario en Nueva York, desde hace sesenta años”. Me llegó su tarjeta por correo. Procedí a consultar con el nombre de quien provee sus piezas y de ahí no demoré mucho en hallarme, asombrada como ante la pared, que todos habían salido de un taller especializado en el barrio Ricaurte de Bogotá.  


El propio Talese no daba crédito al dato. Su vínculo con Colombia no había existido hasta 2006, año en que promovimos su venida para participar en la segunda edición del Festival Malpensante auspiciado por la revista literaria El Malpensante. Pero jamás ninguno sospechó que además de lograr que su vasta obra se publicara por fin en español después de 25 años iba a sembrarse a la par que la amistad un lazo más férreo por cuenta de ese barrio bogotano de cuadras grises, vetustas, ajenas al estilo impecable de un escritor implacable. 


Un taxi diminuto me llevó hasta una esquina donde suponía se encontraba la dirección del fabricante de sombreros. Sucesivos portones metálicos y muros de ladrillo deslucido ofrecían poca orientación. Ni siquiera el vendedor ambulante de minutos de celular y dulces daba referencia cierta de una entrada en particular. Un peatón, de casualidad, señaló la apertura de un lugar varios metros adelante. Apoyado en el quicio, un enano parecía soportar la estructura de la edificación. No quiso responder a mis interrogantes. “Si no tiene cita, no le puedo dar información”. Su boina roja me facilitó todo. “Esa boina es como la del comandante Hugo Chávez” dejé caer como quien se sacude una mota de polvo. Su rostro se transformó en algo más grotesco todavía por cuenta de una sonrisa desdentada. “¿Cómo lo sabe?”me interpeló. “He estado en Venezuela, acompañando la elección del presidente Chávez. Le he tenido muy cerca” respondí. Palabras mágicas. Me hizo una venia y me permitió pasar a la antesala de una enorme fábrica.  


Desde el balcón de un segundo piso, un hombre enorme hablaba en italiano. La voz retumbaba de un muro de cemento desnudo al otro como pelota de pingpong. Al fin, me vio, quiso saber qué hacía allí. “Talese, los sombreros del señor Gay Talese. Tengo entendido que ustedes los hacen aquí y envían a Nueva York desde hace años. ¿Es verdad?” 


Diez minutos más tarde resulté en una oficina de mesa redonda alrededor de la cual fueron sentándose tres generaciones completas de hombres corpulentos que se disputaban la palabra en un italiano bronco como salido del Vesubio. Estaba ante la familia Lacorazza-Stella, propietaria de la afamada marca Barbisio para Colombia desde hacía medio siglo. La conversación se ramificó como un campo de olivos. Por fortuna, parte de ella transcurrió caminando por las hileras de mesas donde reposaban las herramientas para fabricar sombreros. Hubo un tiempo en que más de tres mil empleados trabajaban en varios turnos sin descanso. Las cosas han cambiado. No hay muchos Gay Talese en el mundo, la verdad. Gracias a los millonarios pedidos de las mujeres indígenas “cholitas” de Bolivia y a la Policía Montada de Canadá, los Lacorazza-Stella han podido sobreaguar la crisis. Los fedora lucen, en todo caso, elegantísimos bajo la membrana de luz blanca del lugar. Es una cualidad nata de estos sombreros. Pueden existir sin cabezas, ajenos a la humanidad, apropiados de su ser cosificado. 


Algunas baldas de las gigantescas estructuras metálicas donde aguardan los sombreros recién elaborados mantienen visibles los nombres de sus destinatarios. Indago por el del escritor. Me señalan una repisa que no tiene letrero pero sí unas hormas de madera y de piedra. “Las medidas de su cabeza” me dicen. Creo que estos trabajadores y empresarios son los únicos que se han tomado la molestia de evaluar el tamaño de quien es considerado uno de los padres del periodismo de no ficción en Estados Unidos junto a Truman Capote y Tom Wolfe. Un totem, vaya, para quienes oficiamos la reportería. 


Margaret Atwood en el libro de relatos “Chicas bailarinas” apunta: “esta es mi técnica, resucito a través de la ropa. Tanto es así que me resulta imposible recordar lo que hice, lo que me sucedió, amenos que recuerde lo que llevaba puesto. Siempre que desecho un suéter o un vestido, desecho parte de mi vida”. 


Regreso a la pared de Talese azorada por una sospecha. Debe estar el sombrero con el que entrevistó a Joe DiMaggio, aquel con el que no logró un encuentro cara a cara con Frank Sinatra pero sí escribir un perfil magistral, el sombrero con el que redactó “Fama y oscuridad”o el de “La mujer de tu prójimo”. ¿Cuál será el de “Honrarás a tu padre”?. Porque Gay Talese nunca ha salido de casa sin su traje de tres piezas (chaqueta, chaleco y pantalón), sin pañuelo de bolsillo, sin corbata armoniosa y mucho menos sin sombrero. Forman parte de su atuendo las famosas tarjetas de cartón que recorta (de los protectores que envía la lavandería al retornar sus prendas limpias) a la medida del bolsillo interior de su chaqueta. Tarjetas en las que toma nota velozmente de todo lo que sus ojos y sentidos engullen con vértigo. Tarjetas que se acumulan por miles en cajas ordenadas en su estudio de escritura, en el bajo del townhouse que ocupa con su mujer, la gran editora Nan Talese. 


Acabo de caer en cuenta que tengo una conversación pendiente con Talese, la última ocurrió en febrero de 2020 durante una cena improvisada en uno de los restaurantes que más le gusta en Nueva York donde pide un plato favorito, el hígado encebollado. Pero ahora quisiera preguntarle: ¿Cuántos sombreros ha desechado?, ¿se han ido con ellos quizá partes de su vida?, ¿cuántas veces ha resucitado bajo sus fedoras?

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