Amarrada por la chambira

Hace unos días mi muñeca izquierda quedó desnuda. Durante los últimos tres años estuvo vestida por una fibra trenzada de sesenta y cinco centímetros de largo. No tenía principio ni fin. Las hábiles manos de un hombre de la etnia tikuna me envolvió la muñeca con ella, doblándome los dedos contra mi palma en unos movimientos rápidos e indoloros. Ocurrió en una tienda de artesanías amazónicas que hace las veces de museo en Leticia, capital de departamento al sur de Colombia. El río de plata y cobre que circula manso a ocho minutos de ese almacén me esperaba. Es el más largo del mundo y su cauce lo comparten tres países: Colombia, Perú y Brasil. Da la impresión de infinitud como mi pulsera vegetal. Por eso debo sentir este vacío ahora que la chambira terminó por quebrarse. Un río, una palma. Existen ante tus ojos cuando las observas y tocas por vez primera. Desde entonces quedan incrustadas en tu memoria, se fosilizan. “Solo uno de nosotros puede amarrártela, si se te cae, debes regresar aquí” me dijo el hombre tikuna.  


Leticia ha sufrido como pocas ciudades el estrago de la pandemia. Sin apenas personal sanitario y con infraestructura hospitalaria deficiente, la ciudad amazónica ha visto morir 367 personas. “Es irresponsable volver allá en este momento” me digo. Pero la franja pálida que queda al descubierto en mi muñeca revuelve mis pensamientos. Mientras la fibra se mantuvo apretada, me supe allá, cerca de esa manigua hirviente. Próxima a las artesanas de las etnias yagua, cocama y tikuna con las que trabajé en el municipio de Puerto Nariño y los resguardos del Parque Amacayacu. Aprendí de sus oficios y de la palma. Busco en el diccionario: 


“Astrocaryum jauari” es una especie perteneciente a la familia de las palmeras. Su nombre común es corozo, macanilla, albanico, jauary, sanari, sawarí, tucum, chambira...” 


Como si hubiera hecho un voto silencioso y se hubiera quebrado. Ha sido involuntario pero me siento responsable. ¿Qué me estará diciendo esta fibra fracturada? Su color miel ha oscurecido pero conserva un brillo matizado. Es impermeable y guarda mi perfume. Representa un vínculo y verla rota me deshace.  


Sybille Bedford (1911-2006) elabora en Fragmentos de vida: una educación nada sentimental un relato sutil sobre la rotura de los lazos familiares, el desarraigo emocional y geográfico, la desaparición también de los enseres y la ropa con la que se identifica. La escritora nacida en Alemania y luego nacionalizada británica vivió también en Francia, Italia y Estados Unidos. Se enamoró de dos mujeres, conoció a fondo a Aldous Huxley y escribió su biografía. Fue miembro de la Real Sociedad de Literatura en Inglaterra. 


La fibra de la chambira me habla de Sybille Bedford. Ella, la autora introspectiva, me descubrió los efectos corrosivos de los metales que las joyas escondidas en las albercas causaban en vestidos, blusas y pantalones durante la segunda guerra mundial. Eso se considera hoy un proceso valioso para aplicar en materiales finos como la seda y garantiza resultados exquisitos. Doy fe, voy a mi armario y toco un par de chaquetas: de la diseñadora María Clara Restrepo con su firma ROKHA, otra con corte de kimono de la creativa textil Marcella Echevarría. 


El paso del tiempo es rotundo con lo que más queremos. Oxida, cambia, fragmenta, deshace, borra, diluye. Pero no logra apropiarse de la conciencia que tuvimos de haber estado amarradas. Mi libertad, en ese sentido, reposaba también en el hilo tejido de una palma amazónica. Y volver a recuperarla es un camino para desandar el origen de la chambira, para conocer a fondo sus usos en el seno de las comunidades indígenas y para volver a entrelazar mis propios fragmentos de vida.

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Juanita Castillo, La mama grande